Verne fue un hombre incomprensible personal y profesionalmente hablando, aun fantástico, como fantásticas las líneas que salían de su escritura. No fue el hombre amable que creíamos, que inventaba historias infantiles de aventuras. Era huraño, brusco, pero excepcionalmente inteligente. Infeliz e intratable según su familia, a la que llegó a abandonar por sus continuos viajes. A pesar de todo, Julio Verne enseñó a Occidente a explorar lo que Oriente hacía siglos atrás, a mirar hacia arriba, la luna, las galaxias, el infinito.
En un día como hoy de hace unos años, y unas horas, yo visitaba su tumba en
el cementerio 'La Madeleine' en Amiens, el lugar donde pasó la segunda mitad de su vida, una pequeña e insignificante ciudad al norte de Francia. Como todos los que alguna vez hemos sentido curiosidad por él, había visto esa imagen antes muchas veces. Él mismo encargó a un escultor que erigiera esa figura . El torso de un hombre vigoroso se eleva apartando la piedra que lo soterró bajo tierra, y levanta la mano hacia arriba resucitado. Era una tarde triste, lúgubre y nubosa, como son las tardes al norte de Francia, no había nadie, nadie se había acercado a visitarlo esa tarde. Cuando lo ví sentí miedo, y no me ayudó a entender mejor lo que nos quiso decir, ni decepcionaba ni aportaba, tal y como se ve en una imagen virtual. Solo sirvió para vivir esa tarde intensa en Amiens, con un poco de miedo, en esa lúgubre ciudad al norte de Francia, y a lo mejor, para confirmar que Julio Verne nunca fue aquel escritor simpático y naif de 'La vuelta al mundo en 80 días', y que siempre intentó mirar arriba al levantarse.